Diciembre sabe a celebración, a dulce y salado, a jamón y a mazapán. Huele a canela y a postre. Por eso es el último mes del año, porque diciembre hay que vivirlo como si fuera el plato final de un gran banquete con una larga sobremesa, donde necesitaremos el café para mantenernos despiertos hasta iniciar el siguiente, en la Nochevieja.
Diciembre huele a casa familiar, a hogar reencontrado o en construcción. A comidas y cenas con larga sobremesa, a cóctel frugal con diversas compañías, algunas más deseadas que otras. A conversaciones profundas mirando al infinito, con una copa de balón y unos hielos tintineantes. Nuestros días en diciembre se inundan de reencuentros, algunos más fríos y formales, otros más fugaces, deseados e incluso apasionados, a abrazos dónde se funden las voluntades y los afectos.
Diciembre empieza con las vísperas de una gran fiesta, la de la Inmaculada, y termina con toda una semana de festejos previos a otra fiesta de la Virgen, la Madre de Dios. Nuestro año termina celebrando que tenemos una Madre, que nos cuida y nos quiere, a la que siempre podremos volver cuando la vida parezca que nos está derrotando.
Sólo en esas circunstancias podemos celebrar la belleza del mundo, celebrar la estremecedora visión de la estepa castellana, la bruma, el frío, las calles empedradas de una capital de Castilla y los edificios de arenisca o caliza que han visto el transcurrir de los siglos y alguno de los milenios. Es ahí donde celebramos que es en lo cotidiano donde de verdad hayamos la felicidad.
Celebramos el Amor sereno, la compañía segura, las bondades del hogar, de la comida y la bebida. Celebramos las cosas buenas de este mundo y del que vendrá.
Diciembre es mes de aguantar el chaparrón hasta las vacaciones de Navidad. Todo se soporta, todo se aguanta: las horas extra, los fines de semana laborales, las broncas del jefe… Todo porque tarde o temprano será Navidad y eso es sinónimo de abundancia, de compartir, de generosidad y compañías agradables. Todos son más simpáticos en diciembre, nadie quiere ser el Scrooge del siglo XXI, aunque sabemos que hay algunos ocultos entre nosotros.
Diciembre es mes de paseos abrazados, el relente gélido y la humedad se meten por las fisuras de nuestros abrigos y buscan congelar nuestro alma y hacer marmórea nuestra piel.
Paseamos por los parques a horas intempestivas, cuando la vida nos permite desengancharnos del deber. Vemos los mismos árboles, con sombras y aspecto distintos, marchitos o desnudos algunos, esplendorosos e imponentes otros, los que nunca caducan, a los que el invierno, como a nuestros rostros el frío, los conserva mejor. Nos gustan los abetos en diciembre, las secuoyas, los cedros y vemos mecerse los sauces al viento huracanado del Norte. Vemos el sauce del parque, con aquel banco bajo su cortina de ramas y hojas. Y recordamos:
Bajo aquel sauce nuestra madre nos mostró el mundo, jugamos a sus pies, crecimos trepando a sus ramas, oteamos el horizonte desde su copa, tuvimos abundantes caídas, pero gracias a Dios nunca supusieron más que un moratón o una raspadura, además de algún que otro azote por imprudentes o una reprimenda airada de nuestros padres, por nuestra audacia temeraria.
Crecimos viendo a muchos pasear bajo aquel sauce, unir sus manos y sus rostros, grabar en su corteza sus nombres, sus deseos de unión y eternidad. Cuando llegó nuestro momento, bajo aquel sauce nos conocimos, nos narramos nuestra vida, nos mostramos vulnerables, nos sentimos amados, nuestra confianza en el otro creció y, tras muchos días de incertidumbre, nos mostramos el corazón para que el otro nos ayudara a cuidarlo, a protegerlo, a custodiarlo.
Pienso en diciembre y vienen a mi memoria los besos robados bajo el dosel del sauce llorón, donde nos fundíamos en un abrazo en el que paladeábamos la eternidad del Amor.
La iconografía de este mes nos recuerda cuál es el final de nuestro proyecto de vida: ser imagen de Dios e imitar el ejemplo de la Sagrada Familia en Belén y, los que tienen más audacia e imaginación, en Nazaret.
Deseamos que nuestra vida sea tener la mirada puesta en Jesús, José y María, tratarnos con ese amor incondicional, para aprender de la Sagrada Familia a querernos cada día mejor. Ese es el ideal de vida, el proyecto que queremos construir. Pero el mundo y nuestras miserias nos entorpecen y arrastran: la soberbia y el egoísmo, el cálculo mezquino, la envidia del que creemos que tiene más fortuna que nosotros.
En las familias se recuerdan las heridas, los desplantes, las distancias que nos impiden sentarnos juntos a una mesa a celebrar que estamos vivos y, con la mirada puesta en la meta, caminamos sin pausa hacia nuestra Patria verdadera.
Las familias con pasados difíciles sufren sus rencillas, se desempolva el historial de agravios, se arrincona el perdón y se brinda con hiel y vinagre lo que se cree que es buen vino, agriado por el rencor.
La Historia nos ha enseñado que diciembre es el mes en el que caen los gigantes con pies de barro, donde se pueden derrotar a los grandes dragones (celebramos que el día de Navidad de 1991 se desmoronó la URSS), donde el poder del Maligno comienza a menguar, su derrota está próxima. Es tiempo de Esperanza
Diciembre es tiempo también de celebrar las treguas, de sellar las paces, de establecer nuevas alianzas, de redescubrir al otro y sus bondades. Es tiempo de Fe.
También diciembre termina con las fiestas que dan fin a un año más. Es un mes para celebrar que algunos -menos de los que querríamos- estamos juntos, vivos y dispuestos a festejar por los que ya no están con nosotros. La distancia o las ausencias nos hieren el alma, nos encogen el corazón, nos estremecen hasta herirnos como un hierro candente que querríamos apagar. La conciencia se agita, recuerda desplantes y malos modos, recuerda tiempos e instantes desaprovechados.
Ante toda esa congoja solo queda celebrar que nos une la sangre, las fatigas del día a día o la amistad y, a aquellos que han descubierto el sentido verdadero de estos días, nos unen la Fe, la Esperanza y el Amor en un Dios que se hace Niño por ti y por mí, para que sepamos tratarle con nuestro corazones heridos y nuestras torpezas. Que nuestras almas indiferentes se conmuevan ante la realidad de un Dios que viene a ser maltratado para saldar nuestra deuda, nuestros pecados, nuestra triste realidad pasada y presente, pero que ilumina nuestro futuro. Celelebraremos entonces que hay corazones donde tenemos un refugio frente al frío y las inclemencias de la vida.
Diciembre tiene ese regusto agridulce de los viajes muy intensamente vividos pero que sabemos que se acaban, de las compañías que llegan a su fin. Nos plantamos ante el 31 de diciembre inermes. Otro año más, decimos, pero a nada que echamos la vista (y la memoria) atrás nuestra cara se ilumina o se ensombrece. Ha pasado ya un año de esto, de eso que nos hizo tan desdichados y de aquello que nos prometió felicidad y solo nos genera nostalgia, pues la vida nos ha enseñado que los acontecimientos no transcurren nunca sugún nuestros planes. Siempre hay que contar con la incertidumbre, con la intervención de los otros y de Alguien más en nuestra vida.
Ha transcurrido un año y nos preguntamos ¿Quién nos iba a decir hace un año que estaríamos hoy aquí, abrazados, deseando una mayor unión que parara el tiempo, que nos permitiera amarnos despacio, para ir construyendo una nueva vida juntos?
Nuestra vida transcurre cuajada de sobresaltos, alegrías, desilusiones, vidas que se cruzan y se separan o -si tenemos suerte, paciencia, alimentamos esa llama y somos correspondidos- se engarzan para dar lugar a una joya única: UNA VIDA, vivida en plenitud y salvada por el Amor.
Celebramos que un Niño nos ha nacido, el Mesías, el Salvador, el Redentor. Nuestro Hermano, Amigo, nuestro Dios. De dónde venimos y con quién esperamos reencontrarnos en cada instante de nuestra vida, especialmente al final, en el diciembre de nuestra vida, cuando los días pasen de celebración en celebración hasta agotar nuestros segundos, como las uvas en Nochevieja, mientras intentamos que no se nos atraganten demasiado, deseando cada año recomenzar de nuevo.