Tras terminar el libro me he llevado una gran sorpresa al comprobar, casi 100 años después, que muchos de los problemas educativos que plantea el libro, y la mayoría de las soluciones pedagógicas (las tecnológicas no, por razones evidentes) fueron ya planteadas a principios del siglo XX por una serie de teóricos y maestros de escuela.
La gran diferencia es que, en lugar de que se les pagara por elaborar esos estudios, en lugar de basar sus investigaciones en multitud de datos recopilados y analizados por algoritmos informáticos (algo que parece ser prueba irrefutable de que son ciertos o que tienen algún rigor científico), llegaban a las mismas conclusiones que muchos ejemplos del libro utilizando lo que se podría denominar «sentido común».
Sin ir más lejos, G. K. Chesterton, un escritor e intelectual de finales del siglo XIX y principios del XX, despotricaba, ya en el siglo XIX, contra lo que aún seguimos llamando «escuela tradicional» (cuando deberíamos decir escuela programada según el pensamiento ilustrado). Para él , la escuela tal y como estaba planteada no enseñaba a vivir su existencia de forma plena (que según él debía ser el objetivo de todo hombre) y sin embargo distraía la atención del alumno de cuestiones mucho más transcendentes. Para él, lo que se aprendía en el hogar solía tener mucha mayor relevancia que lo aprendido en la escuela, que pronto era olvidado si no se le daba un uso práctico.
Para Chesterton el arte de educar debía ir más ligado a saber narrar, a saber contar historias con moraleja, que enseñaran a los alumnos (se refería sobre todo a los niños de entre 3 y 13 años) la bases de la cultura a la que pertenecían, para que se integraran mejor y para que sacaran una enseñanza práctica de cada historia, que les ayudase a formar su carácter y educar sus afectos, que es lo verdaderamente importante. Para ello, el Estado debía entrometerse poco o nada en la educación, ya que era algo propio de las familias, y por tanto, el Estado no era quién para meterse en cómo debía yo educar a mis hijos.
Bien, más de cien años después, el panorama ha cambiado. Las familias ya no protestan ante la intromisión del Estado en la educación de sus hijos, más bien han delegado la educación de sus hijos (la personal y la académica) en las escuelas y sus profesores. Como los padres han claudicado a la hora de ejercer sus responsabilidades como padres, se sienten incapaces de exigir a sus hijos las responsabilidades que tienen ellos, las propias de los hijos. Y sin responsabilidad personal la sociedad no puede vivir plenamente en libertad, pues es esclava del capricho irresponable de unos adolescentes continuos. Este complejo asunto, que vemos día tras día en la calle es lo que de verdad debe preocuparnos: sin responsabilidad personal por cumplir con nuestras obligaciones (con nuestrso hijos, con la sociedad y con los demás) no podremos cambiar nada, porque educar lleva consigo la implicación personal del que educa y del que aprende, y muchas veces sólo se consigue una de ellas.
Las teorías pedagógicas están muy bien en el plano teórico, pero muchas veces el implantarlas no nos va a ayudar más que las «antiguas» en nuestra tarea de educar. Si no tenemos claro antes qué tipo de alumno queremos que salga de nuestra clase terminado el curso, no podremos acercarnos a formar la inteligencia con suficiente eficacia, ya que es una parte fundamental de la persona y necesita que formemos también el resto.