Octubre: acariciados por la rutina

Octubre es el mes -junto a febrero- aparentemente más rutinario del año. En octubre parece que todo se ralentiza, todo va progresivamente perdiendo su luz, su brillo. Todo comienza a apagarse. No es casualidad que octubre termine con la celebración del recuerdo de aquellos que ya no están materialmente entre nosotros.

Hay dos formas de vivir octubre:

Los hay que lo ven como un mes rutinario, donde el verano quedó ya lejos y la Navidad apenas se vislumbra -aunque algunos alcaldes se empeñen en poner ya el alumbrado navideño casi dos meses antes-  y las tardes de disfrute se van reduciendo con el paso de los días.

Es el mes en el que nuestros proyectos, iniciados con entusiasmo a la vuelta del verano, encallan, chocan o naufragan al navegar en el mar abierto de nuestra realidad cotidiana. Es el primer mes en el que estamos cansados; Es realmente desesperanzador en octubre darse cuenta que ya estás cansado.

Octubre es el mes en el que para muchos empieza un tortuoso y triste camino hasta las siguientes vacaciones, jalonados de días festivos que saben a polvo y ceniza, en el transcurrir de una vida tediosa y rutinaria que no saben a dónde se dirige.

Simba y Kika sestean al darse cuenta de que llueve y no van a salir esa mañana.

La otra forma de vivir octubre es la del disfrute de lo cotidiano, de lo sencillo; la del asombro ante lo común, que a veces pasa inadvertido. La que descubre la magia y el misterio en medio de cada suceso de nuestra vida. Para lograrlo, sólo hace falta arrancar esa mirada de autocompasión que se mira el ombligo y observar alrededor; contemplar la fantástica realidad que nos rodea, apreciar la belleza de lo que declina, lo que se marchita de forma lenta pero constante; ver en el mundo la metáfora de nuestra propia vida. Pero para eso hay que educar la mirada, acostumbrarse a la luz de la realidad y salir de las sábanas sudadas del emotivismo y la mirada autocomplaciente. Una mirada que se asemeja al ideal de vida de Tolkien y Chesterton, que ven en lo cotidiano el ideal de vida lograda, amando a los próximos y combatiendo la intromisión en sus hogares de los foráneos.

Para todos los que comparten esta segunda forma de entender octubre, os comparto mi mosaico de sensaciones y momentos de disfrute.

Cuando al atardecer paseas por un parque contemplas que octubre luce de oro y ocre rojizo: Las hojas de los árboles que se marchitan, las cepas de los viñedos con sus colores cálidos y aromas, los robledales y hayedos que ofrecen centenares de tonalidades, desde el verde tardío al ocre oscuro, pasando por amarillos y dorados que se oscurecen con el paso de los días y el enfriamiento de la brisa.

Para alguien afincado en Madrid, octubre son las tardes efímeras de paseo por el Retiro o la Casa de Campo; para los más duchos en parques de Madrid, es el mes de “El Capricho”.

Mientras, el sol se vuelve mortecino, pero aún conserva la potencia y el calor para regalarnos la última tez cobriza y permitirnos lucir el último moreno del año. Es un Sol moribundo, cuya fuerza se apaga pero que aún calienta las mejillas y los brazos si te sientas en una terraza a leer o conversar a media tarde mientras ves declinar el Sol.

Para mí, octubre sabe a cumpleaños, a reencuentros, a reconectar con todos aquellos que compartieron mi tiempo, mi vida y que, por diversas circunstancias, no gozo de su presencia cercana actualmente.

Octubre es estirar las celebraciones muchos días y con gente distinta. Es una forma de alargar mi juventud, que se torna en madurez tras cada nuevo octubre que transcurre.

Octubre es como un gran abrazo, con los que son y los que fueron. Empieza con los vivos -con los que quedo a cenar o tomar algo para celebrar el aniversario de mi llegada al mundo- y termino el mes celebrando la compañía mientras duró o la ausencia permanente de aquellos a los que me hubiera gustado conocer mejor.

Octubre sabe a domingo de celebraciones en familia, donde en la sobremesa ya hace falta un jersey ligero y la puesta de sol marca el fin de la reunión.

Octubre, con sus tardes serenas y el inicio de la vida parroquial, retoma los tranquilos ratos de adoración eucarística: Contemplamos aquel retablo donde el Señor ocupa el lugar central en lo más frondoso de la copa de un árbol, alrededor del cual los pajarillos anidan y la Virgen reza tranquila, sin que nadie la perturbe, mientras espera el Sino de Dios. Unimos en definitiva lo divino a lo humano.

Percibimos, sobre aquel altar enjuto -lo suficiente para una custodia y unos candelabros- el lugar desde el que el Señor toca los corazones a su alcance, los transforma, los modela, los acrisola, los templa y los fortalece, a la vez que los sensibiliza para entregar amor y detectar el amor en las cosas cotidianas.

Pedimos a Dios ayuda en nuestras necesidades, agradecemos las caricias que nos regala a lo largo de nuestra semana y, mientras nos escucha contarle el transcurrir de nuestros días, nos mira a los ojos con esa sonrisa del que ya ha visto la película pero disfruta escuchando a otro contársela con entusiasmo, como si fuera la primera referencia que tiene de ella.

Octubre es también un mes muy importante para muchas relaciones. En octubre los noviazgos se acrisolan, sueñan con nunca marchitarse o rebrotar tras cada breve invierno, como ven que sucede en la naturaleza.

Tristemente para muchos, en octubre languidecen los amores de verano, se sustituyen por nuevos rostros y nuevos sueños. Las nuevas parejas comienzan a quedar, a conocerse. En ese estado de incertidumbre inicial se unen y crecen la Fe, la Esperanza y la Caridad al mirar a Cristo en la Eucaristía y preguntarle ¿Será ella/él, Señor?

En ese nuevo “exponerse al otro”, los que han quedado con el corazón herido se revuelven: ¿Por qué estamos tullidos para amar? ¿Qué me sucede?

Pero la rutina al principio juega a nuestro favor. En octubre las rutinas se acompasan, la vida se desacelera y en medio de ese estado de calma aparente –de forma más o menos inesperada- surge el amor; surge el Misterio humano de dos corazones, dos vidas, que se engarzan y buscan encajar para seguir creciendo, avanzando, fundiéndose en un solo espíritu y una sola alma; deseando ambos, si Dios quiere y después de un tiempo prudente, fundirse también en un solo ser, un “nosotros”, imagen divina de la interioridad trinitaria.

Al mismo tiempo, todo esto se conjuga con sacar a pasear al perro por la tarde, tomar una cerveza con amigos el sábado, poner la lavadora o fregar los platos.

En octubre es tiempo de soñar, de lanzar la mirada más allá. En octubre él y ella sueñan. Sueña él que le arrebata a ella una sonrisa cuando retira de su pelo aquella hoja marchita que se ha querido fundir con su calor y su belleza.

Él sueña, cuando al alba el camión de la basura recogió los vidrios y se rompió un feliz y plácido sueño. Tras el susto inicial, en el duermevela inevitable, imaginó conversaciones contigo en las que te preguntaría decenas de cosas que le harían conocerte y aprender a quererte mejor; te diría mil piropos encendidos; te contaría cientos de anécdotas que transformaron su vida y te mostraría las heridas de su alma, las aún abiertas, las que han empezado a cicatrizar y las que hace tiempo que sellaron un secreto, que cada vez que las contempla -en sus manos o su cuerpo- le hablan acerca de quién fue y en qué se ha convertido.  Le hablan de valentía, de audacia, pero también de mil torpezas, de actos de cobardía y huida.

Para los que viven alejados del mundo real, digo rural, octubre terminaría aquí. Pero octubre tiene mucho que ofrecer a todos los que comparten su día a día con la pelea constante de arrancarle a la tierra los frutos que nos permitan subsistir.

Octubre es el último mes productivo de la cosecha, aunque la vendimia se ha ido adelantando, en octubre aún quedan en las parras y las vides las uvas que nunca ya serán recogidas –sólo por aquellos que pasen y se detengan- estando los frutos en su mayor sazón. Serán el almuerzo del paseante y del cazador sin prisa ni compañía para almorzar. También es el primer mes de setas y el favorito de los aficionados a la micología.

Octubre es el mes en el que más dos millones de personas en España regresan al campo a disfrutar de su belleza, a paliar los daños de las alimañas y a gestionar un entorno cada vez más en precario por la agricultura industrializada.

Octubre es el mes del levantamiento de la veda, de los madrugones para cazar, cuando aún no supone un gran esfuerzo porque las temperaturas acompañan; de los largas jornadas de caza con el perro y el sol como compañeros; De las comidas en cuadrilla tras haberse pateado el monte y haber disfrutado de ver la escasa caza que va quedando en nuestros montes.

Octubre es el mes de la benevolencia, con uno mismo (por la puntería desentrenada) y con la pieza, que le permite escapar airosa de un lance que unas semanas después habría supuesto ser colgado en la percha del ya mejor entrenado cazador.

Para el mundo cinegético octubre resuena como la promesa de una nueva etapa de felicidad. Se saca de los armarios la ropa venatoria, se lustran y cepillan las botas, se limpia y engrasa la escopeta, se viste uno de pardo y ocre (“al campo siempre se debe ir de pardo” recuerda un amigo mío por estas fechas) y se mide el desgaste de las botas, soñando con que le duren una temporada más; Hace acopio de munición y va preparando al perro para las intensas jornadas que están por llegar.

Caminar por el campo temprano, acompañado de tu fiel compañero, monte o llanura por delante, hasta donde el horizonte se junte con la tierra o las tablillas marquen el fin del coto. Retomar las costumbres anquilosadas durante meses de impaciente espera, disfrutar del despertar y la quietud del campo antes del alba y a media tarde, reubicarte en el coto, rememorar los lugares y los lances de temporadas pasadas mientras vuelves a patearte esos pagos. Hay pocos conocedores de todo esto, pero cuando empiezas a formar parte ya nunca lo olvidas, pues deja una honda impresión en la memoria sensorial.

Octubre, para el que sabe disfrutar de todas estas cosas, pasa rápido. Apenas ha comenzado con los últimos retazos del “veranito de San Miguel” y una vez pasado la fiesta de la Virgen del Pilar parece que el mes se ha acabado. Tras ese preludio al otoño comienza la estación más colorida e inspiradora. Termina octubre, como mes donde nos hemos dejado acariciar por la rutina, enseñándonos una gran lección de vida: Al final lo que importa de verdad es ser fiel en la rutina. Es llegar a hacer endecasílabos de la prosa de cada día. Por eso Octubre termina con la festividad donde conmemoramos a todos los que siendo santos lo fueron en el anonimato, en el callar silencioso de cada circunstancia y cuyo nombre, pensamientos, obras y palabras sólo Dios conoció y premió.

Septiembre huele a retorno

Septiembre huele a retorno, a recomenzares, al entusiasmo o desgana del que retoma su andadura o, en el caso de los niños y los jóvenes universitarios, se adentran por primera vez en un mundo nuevo, lejos de la protección del hogar, donde deberán salir adelante a base de esfuerzo y cooperación con compañeros y profesores.

Septiembre huele a campo húmedo por las primeras lluvias, a las últimas tormentas del verano, a los primeros cielos encapotados, a los primeros fines de semana con los amigos o familiares, recuperados tras un verano de diáspora.

Tiempo para un baño. Joaquín Sorolla

Septiembre es mes de celebrar: Son las últimas fiestas patronales, multitudinarias en las poblaciones cercanas a las grandes ciudades. Se suceden las comparsas, los mercadillos y mercados medievales, las actuaciones de grupos que cierran sus giras veraniegas…

También es un mes para medir las fuerzas y retomar responsabilidades, para poco a poco recomenzar o retomar tantas cuestiones que quedaron pendientes al iniciarse las vacaciones.

Las tres velas. Joaquín Sorolla.

Septiembre es el último mes del año en que se disfruta plenamente de la playa. El Sol aún calienta lo suficiente como para una siesta perezosa a la orilla del inmenso mar y un breve chapuzón, que nos recuerda la masificación del turismo, cuando al salir a la orilla jugábamos a «buscando a Wally» hasta adivinar la ubicación de nuestra madre, esposa o retoños.

Playa de Valencia por la Mañana. Joaquín Sorolla.

Septiembre huele a mar que se encrespa, a olas que golpean la orilla con ritmo y empuje.
Y vemos a aquella niña que llegó hace apenas unos meses a este mundo, cogida de la mano de sus padres, mientras deja sus primeras huellas en la arena y en su historia. La vemos reír, cara al viento, mientras el céfiro o el poniente acarician sus mejillas y alborotan su pelo, revolviendo los incipientes mechones que sus padres peinaron con ternura al salir de casa.

Septiembre huele a boda, antes de que el otoño pueda deslucir tan gran día con incertidumbres metereológicas. A cambio de clima y estación, a tren que ya ha pasado y nos ha dejado en tierra.

Septiembre huele a hierba que revive, a explanada llena de parejas que buscan mantener la llama de ese amor de verano y de grupos de jóvenes que se tumban en el césped a reencontrarse y a conocerse.

Niña caminando por la playa. Joaquín Sorolla

Septiembre huele a aula de colegio, a triste despedida, cada mañana en la puerta de la guardería o el colegio. Los padres, que los introducen en el mundo a través de la escuela o los «aparcan» para poder pagar la hipoteca, sienten que se les encoge el corazón, que entregan lo más valioso a otras manos, que pierden el control de sus vidas.
Y qué difícil es esto de confiar la educación de los hijos a un tercero, hay algo de sagrado en ese gesto de besar a tu hija y darle un empujoncito para que entre, mientras ella mira atrás y se le humedecen los ojos o lanza un lamento que se torna en llanto estridente por la separación de unas horas, todos los días, de aquellos que la quieren incondicionalmente.

Al lado del mar. Joaquín Sorolla

Septiembre son los primeros juegos, las primeras hojas que, inertes, abandonan las copas de los árboles con sus tonos verdosos, ya apagados y marchitos.

Septiembre, cada vez menos, es el mes de la vendimia, de recoger el fruto granado de tantos campos que durante el verano se han endulzado y engordado bebiendo rayos de Sol.

El lagar y la vendimia (Joaquín Sorolla)

Septiembre son las prisas por la mañana para dejar el hogar en un estado decente, despertar y poner en marcha a los hijos -también a uno mismo-, preparar bocadillos, tarteras, desayunos y cuadrar horarios cuajados de acontecimientos, que se nos echan encima como una presa que revienta. Por eso Septiembre huele a café recién hecho, tomado con prisa y que nos quema la lengua.

Septiembre es integrarse de nuevo, conocer nuevas caras y procurar no olvidar las que se marcharon. Es reconquistar espacios, readaptarse a los cambios inesperados, presentarte al nuevo jefe, negociar ese aumento de sueldo para encarar el nuevo curso.

Septiembre es mes de gimnasio atestado, de buscar mantener con constancia y dinero, todo hay que decirlo, la figura que tanto esfuerzo costó tallar entre abril y junio.

Mujer junto a la mar. Joaquín Sorolla

Septiembre es mantener con vida -o reanimar infructuosamente- un amor de verano, que como la naturaleza, se marchita inexorablemente y sólo queda aprovechar los últimos días, antes del inevitable adiós, para valorar el tiempo y las emociones pasadas, antes de que el ritmo de la rutina y la distancia nos aplasten y tengamos que recomenzar y retornar a nuestras vidas que parecen las de siempre, pero que ya son distintas.

Paseo junto al mar. Joaquín Sorolla